dimarts, 1 de maig del 2012

Els afusellaments de 1938 (VI)



Sota el títol L’afusellament de Salou o el sisè sentit, la revista Historia y Vida va publicar en el número 88, de juliol de 1975, un article d’Eduardo Fernández Rey, soldat republicà que va ser testimoni dels afusellaments de sis nois el 22 d’abril de 1938 a Salou. L’article, el text del qual m’ha estat facilitat per l’historiador local Josep Maria Guinovart, formava part d’una col·lecció titulada Testimonis de la Guerra d’Espanya i detalla molt bé com es van desenvolupar aquells tràgics fets, ocorreguts ara fa 74 anys. Atesa la importància del document, el reprodueixo íntegrament. La fotografia de dalt, de Raymond Miserachs, arxiu Fernan’s, és una vista aèria de Salou durant la guerra civil. Un paisatge que sens dubte identifiquem però que, paradoxalment, ens resulta tremendament desconegut.

Salou, Tarragona, abril de 1938. Una expedición de soldados, hasta hace pocos días reclutas en el campamento de instrucción de Pins del Vallés —nombre, entonces, de Sant Cugat del Vallès—, acaba de llegar en tren desde Barcelona para incorporarse a la 11 División, la de Enrique Líster. Ninguno de ellos imaginaba que la noche que iban a pasar allí tendría consecuencias tan dramáticas. Aquella breve estancia iba a dejar en el autor de este relato un recuerdo imborrable; treinta y cuatro años más tarde es difícil explicarse cómo el valor de la vida humana puede llegar a alcanzar cotas tan bajas.
Marzo de 1938. Barcelona es la sede del Gobierno republicano, que acaba de publicar el Decreto por el que se movilizan las quintas de 1929 y 1940.
En esta última estaba incluido yo con mis flamantes 18 años de vida. Aunque era noticia esperada, pues ya llevábamos algunos meses de instrucción premilitar que realizábamos en las calles adyacentes a la Plaza de Toros Monumental, no por eso dejó de ser una sorpresa tal movilización, pues no la esperábamos tan pronto y, la verdad, no creíamos que a una edad tan temprana tuviésemos que empuñar el fusil y marchar cara a la verdad.
Pero todo fue rápido y en unos días fuimos enviados al campamento de instrucción,     sito en el pueblo de San Cugat del Vallès, llamado entonces Pins del Vallès. Allí acabamos de completar la instrucción urbana con el uso de armas de fuego, bombas de mano, etcétera, y empezamos a acostumbrar nuestro cuerpo a las fatigas físicas que nos esperaban. De especial recuerdo para todos los que estuvimos aquellos días en dicho campamento, fue ronaquellos toques de retreta que efectuaba el corneta, que, músico de profesión, floreaba con su trompeta de músico profesional, pues tocaba en una orquesta de baile en su vida civil.
Y, por fin, llegó la mañana en que, formados en el Campamento, se nos comunicó nuestro traslado al frente de combate. Trasladados a Barcelona en los FF. CC. de Cataluña, descendimos en la plaza de dicho nombre y de allí nos dirigimos a pie a la estación de Sants, donde nos esperaba el tren que había de conducirnos al destino que ignorábamos. Era, me parece recordar, un 23 de abril; por cierto, bastante frío y, por todo racionamiento de etapa, se nos entregó un «chusco» y una lata de sardinas.
Aproximadamente a las 6 de la tarde y después de un viaje por el interior de la provincia hasta desembocar en San Vicente de Calders, llegamos al fin del viaje que era la localidad de Salou, en la provincia de Tarragona.
Allí no esperaba nadie a la expedición que componíamos unos miles de muchachos y no supimos en qué unidad estábamos encuadrados hasta la mañana siguiente. Pero no adelantemos acontecimientos, porque lo ocurrido aquella fría y ventisca noche del referido día dieron lugar al hecho principal que motiva este relato.
Imagínense a estos miles de muchachos que llegan en aquellas condiciones de desatendidos, con hambre y frío, a aquella localidad costera en donde el fuerte viento de Levante de aquel día nos hacía añorar un buen plato caliente y un sitio donde cobijarnos y pasar la noche a resguardo.
Un tabardo de aviación
El grupo mío, del que formaba parte mi buen amigo Braulio, gallego él y todo corazón, estaba a cargo de un suboficial instructor del Campamento de San Cugat, el cual, al ver la situación de desamparo en que nos encontrábamos, optó porque pernoctásemos dentro del edificio del Ayuntamiento de la localidad, que él mismo se encargó de abrir para que entrásemos.
Nos desparramamos por el interior del edificio en busca de un sitio cómodo donde dormir. El sitio cómodo fue el duro suelo, donde extendimos la manta y como cabezal la mochila. No obstante, en mi deambular encontré un flamante tabardo azul de Aviación, el cual me sirvió de almohada, no sin antes sortearlo con mi amigo Braulio, al que también le había hecho gracia.
Y así, con el estómago vacío, pero rendidos por el cansancio de una jornada de viaje de 12 horas, dormimos de un tirón toda la noche hasta las 7 de la mañana, en que fuimos despertados con la orden de formar en la gran plaza del pueblo en que se asentaba el Ayuntamiento.
Al recoger mi manta, dudé entre quedarme con el tabardo, pensando en el servicio que me haría en el frente, o bien dejarlo allí, pero ante el comentario de Braulio de que él se lo quedaría si yo lo dejaba, opté por enrollarlo en la manta y así bajé a la formación.
Si hubiese sabido el compromiso en que me iba a encontrar más tarde por el dichoso tabardo, seguro que no habría obrado así, pero, en fin, cosas de la juventud.
Descendimos a la plaza donde ya se estaba formando la expedición de quintos barceloneses. Casi inmediatamente y rodeando toda la plaza, aparecieron gran número de soldados con bayoneta calada (fue la primera vez que tuvimos ocasión de conocer los fusiles rusos dotados de aquella bayoneta triangular tan característica) muy jóvenes todos ellos y que luego supimos formaban parte de una División de Voluntarios que se había formado recientemente en el Levante.
Recibimos orden de los soldados en el sentido que no podíamos abandonar la formación, ni estaba permitido, bajo ningún concepto, salir de la misma.
Aquella advertencia, que por cierto nos fue hecha en términos bastante duros, ya nos sirvió como premonición de que algo iba a pasar o de que había ocurrido algo que desconocíamos. Los comentarios entre nosotros eran de todos Ios gustos y el murmullo de los mismos se hacía notar por todo el ámbito de la plaza.
Entretanto y en la escalinata del Ayuntamiento, los soldados habían instalado como una tarima o podio con varias mesas juntas.
Hizo su aparición, señalada por la postura de firmes de los soldados y por el silencio que se hizo, un comandante del ejército republicano.
Alto, moreno, espigado, el tal comandante infundía respeto y temor a la vez (luego nos enteramos que había sido sargento de la Legión) y en sus ademanes y rostro se adivinaba que algo grave debía de haber ocurrido.
Subió a la improvisada tarima y el silencio expectante que despertó fue roto con estas palabras más o menos: «Soldados del Ejército Popular, habéis tenido el honor de venir a integraros y formar parte de la gloriosa 11 División de Líster.»
El murmullo al oír estas palabras fue grande. Destinados nada menos que a la División de choque más apreciada en el ejército gubernamental.
Continuó su arenga habiéndonos sobre las cualidades que debían reunir los soldados del Ejército Popular de la República, que por cierto en aquellos tiempos empezaba a organizarse de una forma consistente, basándose en una disciplina a ultranza con la que se pretendía poner fin al desbarajuste que había imperado hasta entonces.
El tono del discurso cada vez subía más y más; las palabras del mismo en vez de ser de bienvenida y halago tenían un dejo amenazante que me hicieron comprender y reafirmarme en mi primera impresión de que algo gordo iba a suceder y de lo cual nos íbamos a enterar por el propio jefe que hablaba.
Dicen que los gallegos, y yo lo soy, tenemos un sexto sentido. Pues bien, tal vez a este otro sentido deba yo hoy la vida.
Comprendiendo que aquello se estaba enrareciendo, relacioné lo que estaba hablando aquel comandante con el dichoso tabardo que en mi manta llevaba enrollado, y entonces, en un momento de súbita inspiración, «solicité del cabo del pelotón más próximo a mí, que me diese permiso para efectuar una imperiosa necesidad fisiológica, a lo que aquél me respondió que no, que la realizase allí mismo. Apretándome, el vientre con las manos y en una perfecta simulación, creo yo, logré convencer a aquel hombre me dejase atravesar el cerco de la guardia indicándome que fuera tras un chalet próximo, pero sin que él me perdiese de vista.
Rápidamente me trasladé adonde me indicó, deshice el rollo de la manta y por encima de la verja del jardín del chalet arrojé el tabardo, reintegrándome acto seguido a la formación, agradeciéndole, al cabo su permiso con cara de satisfacción y descanso.
Cuando llegué a la formación, el discurso del comandante estaba en el apogeo de su violencia. Manifestaba una y otra vez que en el Ejército Popular no podían admitirse ni consentirse los actos realizados aquella noche por una gran mayoría de los expedicionarios. Por lo visto, compañeros nuestros habían allanado chalets y casas del pueblo en su afán de pasar la noche cobijados de alguna manera y de algunas de ellas se habían apropiado de enseres y objetos, cuya desaparición había sido denunciada a la autoridad militar por algunos vecinos.
Cinco minutos de plazo
El momento culminante del discurso fue cuando el comandante dio un plazo de cinco minutos para que todo aquel que tuviese en su poder objeto alguno que no fuese de su pertenencia lo devolviese ante su presencia, advirtiendo que luego seríamos registrados todos, uno a uno, castigándose ejemplarmente a todo aquel que no demostrase la propiedad de las pertenencias y que asimismo sería responsable de todo objeto encontrado en el suelo aquel que se encontrase más cerca del mismo.
El confusionismo y los comentarios, entre todos nosotros fueron de todos los grados; los que llevábamos mochila sobre la espalda las pusimos entre los pies y sin cesar mirando a un lado y otro, procurábamos advertir no fuera depositado algún objeto a nuestro alrededor, por el cual tuviésemos que responder.
Mi amigo Braulio, desconociendo que yo ya me había deshecho del tabardo con anterioridad al perentorio plazo ordenado por el comandante, insistía, movido por su interés y amistad, cerca de mí, para que fuese a devolver la prenda, asegurándome que no tenía importancia y no pasaría nada, ya que se habían iniciado devoluciones por algunos compañeros, que tan sólo habían merecido algún que otro puntapié por parte del comandante y escolta.
Tranquilicé a mi amigo y posteriormente observamos que algunos compañeros de los que habían devuelto objetos, eran puestos aparte por el referido jefe militar, sin permitírseles retornar a la formación.
Acabado el plazo fuimos formados en fila india andando hacia el puesto ocupado por el comandante. Allí fuimos registrados por los soldados del destacamento, y tuvimos que dar las explicaciones oportunas sobre los objetos e impedimenta que Ies ofrecían dudas fueran de nuestra pertenencia. La operación duró hasta el mediodía.
Acabadas dichas, horas de nerviosismo y padecimiento, fuimos finalmente distribuidos en varios edificios del pueblo para iniciar nuestra puesta a punto para el frente, pero pronto y después de otro discurso que nos hizo en un campo cercano al pueblo empezó a circular el rumor, desgraciadamente confirmado, de que los seis compañeros separados por el comandante en aquella enervante mañana, serían fusilados.
Efectivamente, en uno de los últimos días de abril, fuimos alineados por la tarde en la playa de Salou, teniendo el azul del mar ante nuestros ojos y de espaldas al mismo, lamiendo sus talones la espuma de las olas, se encontraban nuestros seis compañeros, ante los cuales había un pelotón fusil en ristre.
No podíamos creerlo; hasta el último momento pensamos que tan sólo querrían atemorizarnos y que incluso darían la orden de fuego, pero que no se dispararía; desgraciadamente no fue así. Se consumó la orden de fuego y a los acordes del Himno de Riego, que interpretaba una banda militar, tuvimos que desfilar ante los cadáveres de aquellos pobres jóvenes, para los que, por lo visto, no hubo o no quisieron que hubiese circunstancia atenuante alguna que les permitiese salvar sus vidas.
Hoy, al cabo de 36 años, conservo nítidas en mi memoria las imágenes de aquel suceso y siempre que vuelven a mi memoria aquellos días no dejo de preguntarme: ¿si llego a obrar de buena fe y creyendo en las promesas del comandante aquel, devuelvo buenamente el tabardo, estaría yo también enterrado en aquella playa? ¿Cuál habría sido la reacción de aquel hombre ante mi gesto?
No lo sé; lo que sí puedo afirmar es que tal vez pueda relatar esto hoy y salvar mi vida milagrosamente cuatro meses después en la Batalla del Ebro debido a ese sexto sentido que dicen poseemos los gallegos.